Acompañamiento curatorial de muestra de Claudia Santanera en la Bienal de diseño, 2022
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En esta sala, dos casas:
Una casa-membrana, permeable al agua y a la luz, semejante a la piel que nos cobija y cuya espacialidad no se limita a dividir interior de exterior sino que está construída por una trama en la que los vacíos intercambian de modo permanente el vaivén de las estaciones, los días y los calendarios solares. Una superficie expandida hacia el paisaje, que se rehúsa a suturar los umbrales y se mantiene envestida y atravesada por su propio territorio.
Una casa-dialecto, hecha del alfabeto del polvo que a modo de fasma logra pronunciar en voz bajísima las eras geológicas, casi en un hálito. Lengua agrietada en la sedimentación, la impureza, el barro y el fuego.
En esta sala, dos ópticas:
Un trasluz cercano a las copas de los árboles en donde el pájaro guía las horas y la clarividencia no es posible, sólo una penumbra. Y una región del barro que busca unir el tiempo de aquí, de estas excavaciones, de este exacto punto de todo los espacios posibles en el universo, en un tiempo único y elongado en el que podamos habitarnos.
Una veladura que impide fijar la mirada, un montículo que se precipita en su dimensión de contenido y continente, y la insistencia en proyectar un hábitat que pueda ser hecho por las propias manos. ¿Qué futuro imagina una artista que teje una casa?
Contra todo relato apocalíptico, Claudia Santanera no propone encerrar a sus criaturas en refugios de protección ante la catástrofe, sino que prefigura sujetos a cielo abierto, caminantes del monte, una sociedad sustentable, minúscula y no destructiva. Insiste ahí, y recupera en el tejido la práctica colectiva como una reflexión sobre el territorio; una suerte de dramaturgia mineral en la que el hogar, es una instancia más de recolección y archivo del polvo, del tiempo y de la luz.
Santanera construye una arquitectura hecha de contornos (el horizonte es un contorno circular) a la vez que sin orillas, que dan cuenta de los cambios y yuxtaposiciones de su inscripción geográfica. Construye cavernas en las que se refleja el mundo y que no se resisten al paso del tiempo, que nunca eluden su destino de ruina y cuya materialidad las devuelve al paisaje rápidamente, en el ciclo vital de la vida singular.
Hace más de una década, mi madre clavó en la pared del patio de su casa, (aquí cerca, a media cuadra de este centro cultural) un pequeño canasto de mimbre para que los pájaros que a veces visitaban la casa lo utilizaran como nido. Nunca fue habitado y aún permanece en el mismo sitio, en suspensión, años después de su muerte.
El tiempo afectivo (y el tiempo de la obra), se prolonga y habita esas sedimentaciones -acumulaciones de polvo transformado en resto casi impalpable- de las que brota a trasluz, en estos mapas subterráneos del tiempo común.
Del canasto, al nido, al polvo, y vuelta en todas las direcciones de nuestros vectores que espejan las migraciones, las ausencias y los deseos.
Indira Montoya - Octubre 2022